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La Sombra
“Entrar en la oscuridad con una luz sólo nos permite conocer la luz. Para conocer la oscuridad hay que ir a oscuras. Ve sin ver y descubre que la oscuridad también florece y canta, y puede ser hollada por pies oscuros y por oscuras alas. “
WENDELL BERRY
Los pasos sigilosos de su niño entrando a la habitación la abdujeron de su siesta. Sonrió en su mente pensando en la dulce costumbre que tenía de venir a despertarla con un beso cada tarde. Mía no era precisamente de las personas que pueden mantenerse en pie todo el día con una jornada laboral que comenzaba a las cinco de la mañana, y esos cuarenta minutos que podía dormir luego del mediodía eran una inyección de fuerza para alcanzar una noche en la que caía rendida. Tal era el peso de su gris rutina que apenas abría los ojos temprano se reconfortaba recordando que la siesta sería su recompensa. Por suerte estaba su príncipe para rescatarla del pesado sueño, ese tierno infante que hacía silencio para que ella pudiera reponer energías, y que puntual a las catorce y cuarenta se escabullía en el dormitorio para treparse a la cama.
Escuchó, resignada a continuar con su día, aquellos pasos acercándose sutilmente, apenas perceptibles. Entonces un abrumador pensamiento irrumpió en su mente adormilada. ¿Qué día es hoy? Martes… no, miércoles. Un escalofrío le recorrió la nuca. No puede ser… No era su niño. Cada miércoles pasaba la tarde en el club. Cierto… lo dejé allí luego de almorzar. Inmediatamente abrió los ojos, mientras los eternos pasos parecían acercarse a su cama. Recostada sobre su lado derecho no tenía visual hasta la puerta, y en realidad poco podía ver en una habitación en penumbras. No es él, no es él, entonces… ¿Quién es? Mía repetía la pregunta repasando rápidamente el recuerdo de haber cerrado la puerta del departamento con llave. Estaba sola, esto era imposible. Pero era real. Los pasos llevaron a quien sea que fuera justo al lado izquierdo de su cama, y Mía tuvo la espantosa sensación de que alguien la observaba allí de pie. En una fracción de segundo reunió coraje y decidió que lo primero más sensato sería darse la vuelta y ver de quién se trataba, y lo segundo más sensato sería saltar de la cama y salir corriendo. Y fue entonces cuando algo más perturbador la horrorizó: estaba paralizada.
Por Dios… ¿qué me pasa?, gritó en sus pensamientos. Su cuerpo estaba totalmente inmovilizado. No podía mover un solo músculo. Su mente no gobernaba ni sus piernas ni sus brazos, y era incapaz de girar la cabeza. Era como estar atrapada en un cadáver inerte sobre la cama, a merced de alguien que respiraba a un escaso metro de su nuca. Tiene que ser una pesadilla, pensó. Era imposible que hubiera alguien en el departamento, y más imposible era que no pudiera moverse. Se le ocurrió que si gritaba podría despertar de su tenebroso sueño. Sí, gritaría. Aquí voy… Nada. Otra vez… Un ahogado sonido gutural fue todo lo que pudo lograr. Hizo fuerza desde el pecho y lo intentó una vez más, estremeciéndose de escucharse a sí misma romper el silencio con unos deformados alaridos. Esto no estaba funcionando: no despertaba de su sueño y estaba cada vez más asustada. Comenzó a dudar de que realmente fuera una pesadilla. Se siente tan real… Y un reflejo fugaz en el espejo pareció confirmarlo. Nunca se sabe cuánto más se puede estar espantada hasta que ves una sombra con forma casi humana observándote al otro lado de la cama.
Mía cerró los ojos con fuerza. No quería verla. Aterrada y atrapada en su cuerpo, sin saber si soñaba o si estaba en la más amenazante realidad, poco tenía que intentar. Aún sin verla, supo que la sombra se inclinaba hacia ella lentamente y sintió cómo el lado izquierdo de la cama se hundía. La detestable sombra se sentaba a su lado, y ella sin poder moverse. Parecía una sátira de su vida misma. Ridículamente se puso a pensar en cuántos asuntos esquivaba mirar de frente, y aún así la perseguían justamente como una sombra. Cuántos aspectos de sí misma aborrecía e intentaba ignorar y sepultar bajo una vida rutinaria, y aún así afloraban por cualquier grieta con forma de ira, de miedos y de apatía. Aunque cuando estaba despierta podía moverse, el peso del fracaso la paralizaba al punto de sentir que ya no tenía oportunidades. Cuando crees que ya no hay a dónde ir… ¿para qué moverse? Y así como estaba esa tarde de siesta paralizada en su cama y acechada por la sombra, así estaba en su vida: paralizada y perseguida por su propia oscuridad. Se le ocurrió que aquella silueta oscura bien podría ser una parte de ella misma que después de tanto rechazo venía a ser reconocida. Qué espanto… Eso no puedo ser yo.
La sombra no se iba, y aunque parecía no tener intenciones de hacerle daño, Mía no podía dejar de sentir escalofríos. El pavor llegó a su punto máximo cuando sintió que la sombra se acostaba a sus espaldas y la abrazaba. Pudo sentir el tacto sobre su cintura, suave pero firme, y las lágrimas comenzaron a mojar sus mejillas. No había forma de despertar de la supuesta pesadilla. No había manera de esquivar a la sombra. Estaba allí, no había dudas. Por muy fuerte que cerrara los ojos, no desaparecía, como todo lo que ella no quería ver. Por mucho que deseara ignorarla, seguía existiendo. Quizás sólo tuviera que aceptarla. Quizás el único modo de no sufrir era dejar de resistir a lo que es. Entonces pensó, temblando de miedo, que para volver a despertar plenamente la única solución era volver a dormir dejando que la sombra la abrace. De todos modos no había escapatoria y era todo lo que podía hacer. Quizás esta sombra sea parte de mí, se consoló. Quizás esta sombra es mía… se burló pensando en su nombre, y de no estar paralizada hubiese sonreído.
La alarma sonó puntual a las catorce y cuarenta, y Mía abrió los ojos. Comprobó aliviada que ya no era un cadáver y que había retomado el control de su cuerpo. Estiró sus piernas y restregó su cara con las manos. Estremecida, recordó la sensación de haber sido abrazada, e instintivamente giró en la cama hacia el lado izquierdo. No había nadie allí. Se levantó de un salto y se detuvo frente al espejo. Por supuesto, pensó inquieta. Eso oscuro que veía en su propia mirada cada mañana ahora tenía un nombre, y ya no podría ignorarlo más.
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Tu Zona de Confort
Otra vez lo mismo. ¿No? Sabes que ya no quieres esto, pero vuelves a caer en tu zona de confort. Te gustarían tantas cosas… pero es que… como sólo les das forma de deseo, levantan vuelo fácilmente fuera de tu realidad como globos que se pierden en algún horizonte. Y una vez más miras a tu alrededor, y una vez más ves el mismo paisaje. Sí, ese que no quieres. Te preguntas qué hará falta para salir de allí. Te preguntas qué se necesita para querer salir de allí. Porque eres bastante listo para darte cuenta que, al momento de partir, alguna fuerza te retiene. Y no, sabes que no es la zona de confort, es algo que te pertenece a ti. Algo así como una cadena invisible que te tienta a más de lo mismo, que ante la posibilidad de arriesgarte te susurra al oído alguna palabra de miedo y termina saboteando todos tus planes. La zona de confort no tiene voz, sabes que quien te asusta eres tú mismo. ¿Acaso no quieres realmente partir? ¿Será que no eres lo suficientemente valiente? Y para colmo de males, cuando regresas con el semblante serio y la cabeza gacha, y te acomodas nuevamente en tu rincón de seguridad (¿seguridad?), no sabe a victoria…
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¿Qué vas a elegir?
Hey, tú… Sé lo que estás pensando. Sé lo que estás sintiendo. Tu vida no es como querías, nada es como soñabas. Te falta esto y aquello… Ese sueño que no cumpliste y que hoy ya ves lejano. Todo eso que querías para ti, quizás para tus hijos, para tu familia o los seres que amas, se torna inalcanzable, fuera de tu radio, detrás de una puerta de acceso denegado para gente como tú. Escuchas hablar de plenitud, de abundancia, de vivir en si¿Qué vas a elegirntonía con el universo, y te preguntas ¿qué es eso? La soledad te pesa, aunque ya te hayas acostumbrado a ella e incluso muchas veces parecieras disfrutarla… ¡mentira! Sólo tu corazón sabe cuánto añoras un abrazo, una caricia, palabras de amor, un hombro donde descansar o esas conversaciones llenas de presencia que te harían sentir el lujo que es ir de la mano con alguien más. Ese compañero o compañera de viaje que tristemente estás aceptando que para ti no es una posibilidad.
Sé lo que estás pensando.
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Metamorfosis
Suelo estar transformándome. Algo así como la oruga cuando se transforma en mariposa, deja su capullo y se echa a volar. Pero más profundo aún que eso, de un modo interminable, ya que siempre puedo estar transformándome. Cada paso que doy, cada relación que tengo, cada experiencia vivida a lo largo de los años, han sido las manos de la vida tallándome a la medida de mi ser. O quizás fueron mis propias manos las que eligieron tomar el cincel, buscando saber quién soy en realidad, buscando conocerme más allá de la imagen que me devolvía el espejo todos los días. Y esta metamorfosis no es más que ir desprendiéndome de mis capas, bajar peldaño a peldaño hacia mi ser más hondo y hallarme cara a cara conmigo misma. ¿Descubrirme, tal vez? Puede ser. Probablemente venimos al mundo a descubrirnos a nosotros mismos, a bucear en ese mar que es la vida explorando entre los fracasos y los éxitos, entre las posibilidades y los imposibles, para darnos cuenta hasta dónde somos capaces de llegar, pero más que todo… quiénes creemos que somos y quiénes somos en realidad.
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La tristeza en mi mochila
Como buena practicante de la autosuficiencia que soy, he intentado ocultar la tristeza. He intentado ocultarla incluso de mí misma. Me prendí de cuanta estrella fugaz me distrajera aunque fuera por un momento: alguien que me hiciera reír, una buena película de acción (o toda una saga), un libro de coaching, un rico menú para la cena. Pero, como todas las estrellas fugaces, esos momentos pasaron ante mis ojos con un principio y un final muy acelerados, y entre estrella y estrella me he encontrado buscando mi próxima excusa para no sentir la tristeza. Puede ser que haya querido deshacerme de ella sin mirarla a los ojos. Puede ser que haya caminado todos estos días con ella a cuestas en mi mochila, como si fuera una gran piedra aplastando silenciosamente mis vértebras, y que haya planeado arrojar esa mochila sin siquiera abrirla. He estado tan ocupada en exigirme no sentir el peso de la tristeza y en intentar que por arte de magia desaparezca de un instante a otro, que no me di cuenta que eso prolongaba aún más la agonía. Escaparme de ella no me ha dado buen resultado, pues siempre la tristeza reaparece como lo hace un corcho rebelde en el agua.
Entonces, intenté arreglar el pasado.
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La voz de mi niña interior
Caray, a veces me olvido de ella. Nos sentamos una frente a la otra en la orilla de algún río, y un silencio cargado de sentido nos une los corazones. Ella es mi niña interior, presente en mí desde que dejé de ser niña, aunque no hace mucho tiempo haya descubierto su existencia. Es bella e inocente. A pesar de mis años y experiencias, ha sabido cultivar la magia del asombro y no ha perdido la costumbre de montar en estrellas fugaces en busca de sus sueños. He prometido cuidarla desde que me reencontré con ella, pero lo cierto es que suelo perder el norte y en medio de ese desorden la arrastro en mis frustraciones. La observo cabizbaja, jugando con un palillo a enrollar las hierbas rebeldes y resoplando para apartar algún mechón de pelo que cae sobre su nariz. El tiempo pasa sumergido en ese silencio, y con paciencia y ternura espero que ella desee hablar.
— Me siento herida… — susurra. Y no es para menos.
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El mago que sopla las heridas
Uf… cómo duele. Te abres paso en esa selva espesa de pensamientos y sensaciones. De los árboles cuelgan lianas rebeldes que lo hacen todo tan confuso. Una maraña en la cual te cuesta dibujar una salida, pero así y todo no desistes y avanzas… con el corazón en la mano. Te han herido, aunque a esta altura ya no puedes estar seguro si el arquero que disparó la flecha fuiste tú mismo. A veces uno pierde noción de la realidad porque, entre tantas interpretaciones diferentes que pueden existir para un mismo hecho, esa realidad se te escapa de la vista. No estás seguro de quién, cómo ni por qué. Mucho menos comprendes ahora el para qué, pero esperas descifrarlo pronto para que ese dolor no sea estéril y pueda dejarte alguna enseñanza. Lo cierto es que, de momento, lo que urge es atender esa herida. Porque te nubla el camino, porque te pesa cuando respiras. Porque mientras andes herido será difícil alcanzar alguna cima o sonreírle a la vida. Te sientes cansado. Te agobia el tiempo que no corre, y si corre rápido te parece que lo hace en vano. Sabes que no puedes hacer de cuenta que esa herida no existe, así que empiezas por aceptarla. Allí, en medio de esa selva enmarañada, te han dicho que habita un mago que puede curarla. Y vas a su encuentro, atravesando lianas, soportando alguna espina que roza tu dolor, sosteniendo un corazón convaleciente que espera ser sanado.
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Un poco de Pascua en tu vida
Suele pasarnos que en el trajín diario de nuestras ajetreadas vidas se nos pasa por alto el significado de algunas celebraciones que realizamos a modo de costumbre y sólo porque ha llegado el día de celebrarlas. Entonces, por ejemplo, llega la Pascua y como obedientes cristianos nos apegamos a la tradición de comer hasta el hartazgo huevos de chocolate y dar las gracias a un Cristo que murió en la cruz por nuestros pecados. Pero, ¿hasta qué punto comprendemos el verdadero significado de la Pascua? Y se me ocurre algo más… ¿existe sólo un significado posible para esta ocasión tan especial? Pues yo creo que no, que son posibles tantos significados como interpretaciones puedan darle tantas almas inquietas. Y creo que sí, que tenemos la costumbre de quedarnos en la superficialidad de una historia tan rica en alimento para el alma. Si hacemos de cuenta que la Pascua es un océano cuyo majestuoso paisaje admiramos desde la orilla, lo que vengo a proponerte es que nos echemos a bucear un poco en sus profundidades, por hoy sólo en esta península. Quizás podamos descubrir cómo traer un poco de Pascua a tu vida, y que de este modo adquiera un nuevo significado este día para el resto de tus días.
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Pandemia: el desafío de renacer
“Una pandemia de tal magnitud como la que estamos atravesando saca a la luz lo mejor y lo peor de los individuos, y de la humanidad”. He oído esta frase en varias ocasiones los últimos días, y creo que es bastante acertada. Lo peor de nosotros está más que a la vista. Que hemos maltratado al planeta, que la naturaleza se toma un respiro de las acciones nocivas del ser humano y que tenemos lo que merecemos, son moneda corriente en los comentarios en las redes sociales. Nuestro lado egoísta y destructivo ha sido jaqueado. Somos el virus que corroe a la Madre Tierra, y era de esperar el castigo ejemplar de quedarnos encerrados mientras la fauna libre corre por las ciudades. Hemos pecado de poder y soberbia, nos hemos creído dueños del mundo y quizás del tiempo. Y aquí estamos, presos en nuestras jaulas con el miedo contaminándonos la sangre mucho más que el virus los pulmones. Aquí estamos, sentados en el banquillo de los acusados, listos para ser juzgados por nuestras malas acciones, para ser reprendidos y condenados. Y por si acaso la muerte nos sorprendiera antes e impidiera la sentencia, nos adelantamos con los azotes de la culpa y el autocastigo, mientras repetimos como mantra que la humanidad es un desastre. Entonces vuelvo a la frase inicial y me pregunto: ¿dónde está lo mejor de nosotros?
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La humanidad en cuarentena
En la vida a veces se confunde lo que es un enemigo con lo que puede ser un poderoso maestro. O tal vez los enemigos resultan ser, a la luz del diario del lunes, esos maestros que en cierto modo nos transforman. Y es que cuando miramos hacia atrás podemos darnos cuenta que no somos los mismos de antes, que algo ha cambiado después de toparnos con ellos en el camino. Solemos aprender algo muy valioso con su paso por nuestra historia. Hoy a todos nos une un enemigo en común, un minúsculo e invisible villano: un virus. Es tan poderoso que la sola amenaza de su presencia nos desata una mezcla de temor y paranoia para nada saludable, que nos intoxica incluso sin haber enfermado. Es tan poderoso que obliga a grandes masas a recluirse en cuarentena, miles y miles encerrados y con la frente apoyada en sus ventanas, observando cómo la naturaleza se deshace a su ritmo de la contaminación humana. Pero, si prestamos atención, descubriremos otro enorme poder de este pequeño gran adversario: su capacidad de enfrentarnos con nosotros mismos.